La mayoría de las madres que consultamos
por dificultades en la lactancia estamos preocupadas por saber cómo hacer las
cosas correctamente, en lugar de buscar el silencio interior, las raíces
profundas, los vestigios de femineidad y apoyo efectivo por parte de los
individuos o las comunidades que favorezcan el encuentro con su esencia
personal.
La lactancia es manifestación pura de
nuestros aspectos más terrenales y salvajes que responden a la memoria filogenética
de nuestra especie. Para dar de mamar sólo necesitamos pasar casi todo el
tiempo desnudas, sin largar a nuestra cría, inmersas en un tiempo fuera del
tiempo, sin intelecto ni elaboración de pensamientos, sin necesidad de
defenderse de nada ni de nadie, sino solamente sumergidas en un espacio
imaginario e invisible para los demás.
Eso es dar de mamar. Es dejar aflorar
nuestros rincones ancestralemente olvidados o negados, nuestros instintos
animales que surgen sin imaginar que anidaban en nuestro interior. Es dejarse
llevar por la sorpresa de vernos lamer a nuestros bebés, de oler la frescura de
su sangre, de chorrear entre un cuerpo y otro, de convertirse en cuerpo y
fluidos danzantes.
Dar de mamar es despojarse de las
mentiras que nos hemos contado toda la vida sobre quienes somos o quienes
deberíamos ser. Es estar desprolijas, poderosas, hambrientas, como lobas, como
leonas, como tigresas, como canguras, como gatas. Muy relacionadas con las
mamíferas de otras especies en su total apego hacia la cría, descuidando al
resto de la comunidad, pero milimétricamente atentas a las necesidades del
recién nacido.
Deleitadas con el milagro, tratando de
reconocer que fuimos nosotras las que lo hicimos posible, y reencontrándonos
con lo que haya de sublime. Es una experiencia mística si nos permitimos que
así sea.
Esto es todo lo que necesitamos para
poder dar de mamar a un hijo. Ni métodos, ni horarios, ni consejos, ni relojes,
ni cursos. Pero sí apoyo, contención y confianza de otros (marido, red de mujeres, sociedad,
ámbito social) para ser sí misma más que nunca. Sólo permiso para ser lo que
queremos, hacer lo que queremos, y dejarse llevar por la locura de lo salvaje.
Esto es posible si se comprende que la
psicología femenina incluye este profundo arraigo a la madre-tierra, que el ser
una con la naturaleza es intrínseco al ser esencial de la mujer, y que si este
aspecto no se pone de manifiesto, la lactancia simplemente no fluye. No somos
tan diferentes a los ríos, a los volcanes, a los bosques. Sólo es necesario
preservarlos de los ataques.
Las mujeres que deseamos amamantar
tenemos el desafío de no alejarnos desmedidamente de nuestros instintos
salvajes. Lamentablemente solemos razonar y leer libros de puericultura, y de
esta manera perdemos el eje entre tantos consejos supuestamente
“profesionales”.
La insistencia social y en algunos casos
las sugerencias médicas y psicológicas que insisten en que las madres nos
separemos de los bebés, desactiva la animalidad de la lactancia. Posiblemente
la situación que más depreda y devasta la confianza que las madres tenemos en nuestros
propios recursos internos, es esta creencia de que los bebés se van a
malacostrumbrar si pasan demasiado tiempo en nuestros brazos. La separación
física a la que nos sometemos como díada entorpece la fluidez de la lactancia. Los
bebés occidentales duermen en los moisés o en los cochecitos o en sus cunas
demasiadas horas. Esta conducta sencillamente atenta contra la lactancia. Porque
dar de mamar es una actividad corporal y energética constante. Es como un río
que no puede parar de fluir: si lo
bloqueamos, desvía su caudal.
Contrariamente a lo que se supone, los
bebés deberían ser cargados por sus madres todo el tiempo, incluso y sobre todo cuando duermen. Porque se alimentan también de
calor, brazos, ternura, contacto corporal, olor, ritmo cardíaco,
transpiración y perfume. La leche fluye
si el cuerpo está permanentemente disponible. La lactancia no es un tema
aparte. O estamos madre y bebé compenetrados, fusionados y entremezclados, o no
lo estamos. Por eso, dar de mamar equivale a tener al bebé a upa, todo el
tiempo que sea posible. No hay motivos para separar al bebé de nuestro cuerpo,
salvo para cumplir con poquísimas necesidades personales. La lactancia es
cuerpo, es silencio, es conexión con el submundo invisible, es fusión
emocional, es entrega.
Dar de mamar es posible si dejamos de atender las reglas, los horarios,
las indicaciones lógicas y si estamos dispuestas a sumergirnos en este tiempo
sin tiempo ni formas ni bordes. También
si nos despojamos de tantas sillitas, cochecitos y mueblería infantil, ya que
un pañuelo atado a nuestro cuerpo es suficiente para ayudar a los brazos y las
espaldas cansadas. Incluso si trabajamos, incluso si hay horas durante el día
en que no tenemos la opción de permanecer con nuestros bebés, tenemos la
posibilidad de cargarlos en brazos todo el tiempo que estemos en contacto con
ellos.
Es verdad que hay que volverse un poco loca para maternar. Esa locura
nos habilita para entrar en contacto con los aspectos más genuinos,
inabordables, despojados, salvajes, impresentables, sangrantes de nuestro ser
femenino. Así las cosas, que nos acompañe quien quiera y quien sea capaz de no asustarse
de la potencia animal que ruge desde nuestras entrañas.